Es difícil quitarse
lastres que absorben del pasado, viven de él, se alimentan y se retuercen del
dolor que provoca. Adoran a aquél que fuiste o pretendiste ser y fingen que no
han pasado los años. Te desprecian y te desean. Alguien debería inventar una
cura para las costras, que no sea arrancarlas o esperar a que se desprendan.
Sus dientes de neón
se perfilan entre los frenéticos sonidos de un teclado que fue desechado hace
más de 20 años. La arena se escurre entre sus manos mientras el arroja un vaso
vacío al mar diciendo “Esta es mi aportación a la humanidad”. El otro le
dice “Eres un pinche cochino”. Y
responde “He dicho, no pienso discutir”. Debes sacarlo de tu sistema antes de
que vaya a parar a tu estómago.
Si tratas a otro ser
humano como basura lo mantendrás a la expectativa, pensando en qué ha hecho
mal, desandando sus pasos, pensando en qué momento te ha traicionado, midiendo
sus palabras, descifrando tus deseos y dándote gusto. Hazle saber que no vale
nada su vida o su esfuerzo, su perspectiva y sus deseos. Verás cómo se
pulveriza en cuestión de minutos y se convierte en alguien desconocido. Más
básico, menos quisquilloso.
He visto y escuchado
mentes brillantes arruinadas por el paso de los días y los soles sin compasión.
Con las uñas largas y una maraña de cabello que sirve como alfombra particular
para sus pies.
He compartido
habitaciones con gente que debería de tener
un poco de miseria para que de sus bocas salgan tres palabras
medianamente sabias que no sean “gracias” y “por favor”.
Nunca debí haberla
dejado ir. Ella era una escuela abierta las 24 horas.
Una noche llamó
ebria, era de madrugada. Me molestó su voz intoxicada de alcohol diciendo “te amo”.
En ese momento la rechacé para siempre. Ahora es demasiado tarde.
Fulminada como una
fiesta de luces artificiales cambió de cielos.
Derrumbó la idea de
una rosa fresca y la transformó en un gimnasio de ego donde pudiera ejercitarse
para enfrentarme y dejarme en ridículo. Lo logró.
Fue lindo mientras
duró…
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